lunes, 4 de febrero de 2013

El flamenco como a mí me gusta


Manolo Caracol y Eugenio Salas "Niño de los Rizos" (foto del Blog Callejón del Duende)


Poco más tarde, tras una cierta dispersión y una pequeña caravana de coches, llegamos a la Venta de Vargas, la sonora Venta de Vargas. Allí, en San Fernando, escuché por primera vez cómo canta Camarón de la Isla, al que ya entonces precedía su fama. Recuerdo una habitación grande, gentes sentadas en espacioso semicírculo; Melchor de Marchena, oscuro, silencioso, bebiendo con delicadeza; María Vargas, radiante y sosegada, cantando una hora y otra, a palo seco; Paco de Lucía, sin guitarra (aquella noche la imprevisión sólo trajo desde Cádiz una guitarra, la de Melchor, y la hacía sonar el Niño de los Rizos en otro lugar de la Venta), escuchaba a María de una manera concentrada.

Camarón de la Isla
Paco de Lucía
En otra habitación, ese «Caruso de las cavernas» al que nombramos Manolo Caracol canta fandangos «por medio », subiendo constantemente el tono, alzando sin cesar la cejilla en el mástil, siguiendo —y alcanzando— la voz fresca del casi un niño Camarón de la Isla. El Niño de los Rizos les acompaña a la guitarra, y con una especie de dolor feliz escuchamos Francisca Aguirre, Carmina Martín Gaite, Rancapino, Fernando Quiñones y el que ahora rememora esa gloria sanguinolenta, aquel cataclismo armonioso. Cierro los ojos y veo de manera muy nítida el gesto parsimonioso y absoluto con que Manolo Caracol toma sorbos de vino.
Melchor de Marchena

Se le juntan las letras de fandango en la boca, las historias nefastas o brutalmente solidarias que cuentan esas letras con una escandalosa sencillez, esas letras misteriosas y reventonas como la barriga de las embarazadas.


María Vargas
Caracol nos mira sin vernos, cabecea para recordar, toma su necesario sorbo y alarga el vaso silenciosamente para que alguien le ponga otra cinta de vino, manotea con tensa suavidad, desvariado, escuchando con bravura los fandangos de Juan de la Vara que Camarón edifica ladrillo a ladrillo, o levantando él mismo en una mezcla de Gaudí y Dostoievski edificios inverosímiles en donde la desgracia y la caridad se juntan con una voz destrozada y eterna para protestar por ese dolor como jamás tal vez ningún ser quizá de la Tierra lo hizo con tanto corazón sin embargo.

Tenemos el vello de los brazos de pie, bebemos muy despacio y con cierta furia fantástica, descansamos eléctricos al borde de la silla, acusamos cada bordonazo o cada pirueta del compás y contenemos la respiración mientras que dura un tercio. Nada de lo que ocurra o se diga en este instante en esa habitación será mentira; si ese limosnero embrujado dice que

«Cuando a ti te apartaron /

 de la verita mía /

a mí me daban tacitas de caldo /

y no las quería»

quiere decir exactamente que le daban tacitas de caldo y no las quería. Aquí no se miente. En uno de esos gritos, en uno de esos documentos con que Caracol hoza en el origen del dolor o del amor como hoza un animal sediento por entre las ausencias del barro, oigo una voz llena de tiemblo que susurra… Es un dios.
 
"Memoria del Flamenco" de Felix Grande

 

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