Manolo Caracol y Eugenio Salas "Niño de los Rizos" (foto del Blog Callejón del Duende) |
Poco
más tarde, tras una cierta dispersión y una pequeña caravana de coches,
llegamos a la Venta
de Vargas, la
sonora Venta de
Vargas. Allí,
en San Fernando, escuché por primera vez cómo canta Camarón de la Isla, al que
ya entonces precedía su fama. Recuerdo una habitación grande, gentes sentadas
en espacioso semicírculo; Melchor de Marchena, oscuro, silencioso, bebiendo con
delicadeza; María Vargas, radiante y sosegada, cantando una hora y otra, a palo
seco; Paco de Lucía, sin guitarra (aquella noche la imprevisión sólo trajo
desde Cádiz una guitarra, la de Melchor, y la hacía sonar el Niño de los Rizos
en otro lugar de la Venta),
escuchaba a
María de una manera concentrada.
Camarón de la Isla |
Paco de Lucía |
En
otra habitación, ese «Caruso de las cavernas» al que nombramos Manolo Caracol
canta fandangos «por medio », subiendo constantemente el tono, alzando sin
cesar la cejilla en el mástil, siguiendo —y alcanzando— la voz fresca del casi
un niño Camarón de la Isla. El Niño de los Rizos les acompaña a la guitarra, y
con una especie de dolor feliz escuchamos Francisca Aguirre, Carmina Martín
Gaite, Rancapino, Fernando Quiñones y el que ahora rememora esa gloria
sanguinolenta, aquel cataclismo armonioso. Cierro los ojos y veo de manera muy
nítida el gesto parsimonioso y absoluto con que Manolo Caracol toma sorbos de
vino.
Melchor de Marchena |
Se
le juntan las letras de fandango en la boca, las historias nefastas o
brutalmente solidarias que cuentan
esas letras con una escandalosa sencillez, esas letras misteriosas y reventonas
como la barriga de las embarazadas.
María Vargas |
Caracol
nos mira sin vernos, cabecea para recordar, toma su necesario sorbo y alarga el
vaso silenciosamente para que alguien le ponga otra cinta de vino, manotea con
tensa suavidad, desvariado, escuchando con bravura los fandangos de Juan de la
Vara que Camarón edifica ladrillo a ladrillo, o levantando él mismo en una
mezcla de Gaudí y Dostoievski edificios inverosímiles en donde la desgracia y
la caridad se juntan con una voz destrozada y eterna para protestar por ese
dolor como jamás tal vez ningún ser quizá de la Tierra lo hizo con tanto
corazón sin embargo.
Tenemos
el vello de los brazos de pie, bebemos muy despacio y con cierta furia
fantástica, descansamos eléctricos al borde de la silla, acusamos cada
bordonazo o cada pirueta del compás y contenemos la respiración mientras que
dura un tercio. Nada de lo que ocurra o se diga en este instante en esa
habitación será mentira; si ese limosnero embrujado dice que
«Cuando
a ti te apartaron /
de la verita mía /
a
mí me daban tacitas de caldo /
y
no las quería»
quiere
decir exactamente que le daban tacitas de caldo y no las quería. Aquí no se
miente. En uno de esos gritos, en uno de esos documentos con que Caracol hoza
en el origen del dolor o
del amor como hoza un animal sediento por entre las ausencias del barro, oigo
una voz llena de tiemblo que susurra… Es
un dios.
"Memoria del Flamenco" de Felix Grande
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